No se trata de la píldora anticonceptiva, pero si se trata de cortar la vida. De asesinar. Me refiero al caso conocido como El Atentado de La Penca. Hace 25 años.
¿Qué sucedió?
Para refrescar la memoria de algunos y explicarlo a quienes no escucharon de ello pues simplemente no habían nacido, relato a continuación ¿qué sucedió?, la noche de aquel 30 de mayo de 1984, en las montañas del sur de Nicaragua, a orillas del Río San Juan.
La época se vivía en medio de guerras de guerrillas que sangraban las venas abiertas, pero de América Central. En El Salvador, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), y en Nicaragua la asunción al poder, por la fuerza de la Revolución, del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), eran los temas noticiosos del momento, por supuesto azuzados por las políticas norteamericanas en la región del desaparecido presidente Ronald Reagan.
En Honduras, fuerzas de oposición a la revolución sandinista, denominadas como la Contrarrevolución, jefeada entre otros, por el ex miembro de la Junta de Reconstrucción Nacional de Nicaragua, Alfonso Robelo Callejas, operaban en la clandestinidad, clandestinidad que era más un secreto a voces, en operaciones de insurgencia para boicotear y derrocar al gobierno de Daniel Ortega, quien instauraba un sistema represivo comunista con la ayuda de la hoy extinta Unión Soviética y de Cuba.
En la frontera sur nicaragüense, y algunos dicen que en territorio costarricense, operaba el otro brazo armado de la llamada Contra: el Frente Sur, compuesto principalmente por la Alianza Revolucionaria Democrática Nicaragüense, más conocida como ARDE, liderada por el legendario comandante Cero, nombre heredado tras su participación en el también famoso asalto al Parlamento nicaragüense en Managua. Era su nombre de guerra, y su nombre verdadero Edén Pastora Gómez.
Pastora, se dijo, permanecía mucho tiempo en actividades ilegales, en suelo costarricense. El Frente Norte de Robelo y el Frente Sur de Pastora no eran muy amigos, a pesar de contar con un enemigo en común, era frecuente que se atacaran, pues el Norte seguía lineamientos del gobierno de Ronald Reagan y el Sur decía mantener una posición independiente y abanderar un sandinismo real, según decía Pastora.
Esa diferencia de ideales hizo que la ARDE estuviera en condiciones precarias. Sin financiamiento y sin respaldo político, Pastora era presionado para que dijera si definitivamente se uniría al Norte o no. La idea era aplicarle una tenaza armada al gobierno totalitario de Managua.
Pero Pastora no aparecía. Se dijo siempre que estaba en San José, CR. La presión internacional y local, obligó al líder a prometer una conferencia de prensa en suelo nicaragüense.
Sus campamentos ubicados en el margen norte del Rio San Juan, eran el sitio ideal. De ellos, el situado a unos pocos kilómetros de la desembocadura del Rio San Carlos (CR) en el San Juan (NIC), era el ideal: La Penca.
La Penca
Eran poco antes de las siete de la noche. La zona: montañosa, en medio de espesa vegetación, entre agua recién llovida y barro. Ahí, se encontraba una casona vieja de dos pisos estilo caribeño, tan solo a unos cinco metros de la orilla del Rio San Juan.
Un grupo de periodistas nacionales e internacionales, habían recién llegado después de una travesía desde la capital tica, que duró más de 12 horas, entre atrasos y contratiempos que después supimos eran programados por la ARDE.
Bajamos de las pangas, una especie de lanchas en forma de V abierta, y caminamos por el barro hasta llegar a la choza. En el trayecto de venida, uno de los botes colisionó con el nuestro. El equipo de televisión de Canal 7, para el que trabajaba, se había mojado. Telenoticias no tendría esa noche la esperada conferencia de prensa con Edén Pastora.
El comandante Cero se vio rodeado por los periodistas. Empezó a hablar. Para no perder ni una palabra, saqué una libreta y un lapicero, y me puse a tomar nota de cada tema.
La bomba
2 o 3 minutos después de iniciada la improvisada conferencia de prensa, en medio del bochorno, del calor del lugar y del confinamiento, una veintena de comunicadores, entre periodistas, camarógrafos y fotógrafos se aglutinó alrededor del comandante guerrillero.
Sin previo aviso… fueron iluminados, cegados, por el destello de una potente luz.
Algunos luego comentaron que pensaron que era un flash directo a los ojos, otros que una lámpara de luz de televisión de 1000 wats había estallado, lo cual era usual, pero algunos no sabíamos lo que pasaba.
Para mí, el destello de luz me envolvió. Esa luz de blanco intenso, poco a poco y en fracciones de segundo que eran interminables, se fue volviendo roja.
Recuerdo pensar en ese instante, antes del paso del confortante blanco al incomodo rojo: que estaba soñando y que era delicioso ese colchón de nubes. Un silencio absoluto invitaba a dormir. Volaba. Flotaba. Era un sueño de mucho confort y bienestar.
¡De repente! Llegó la bulla. Los gritos. El estruendo. Un silbido permanente en ambos oídos casi ensordecedor. La comodidad del blanco se había convertido en rojo incandescente. Quemaba. Y quemaba de verdad. Mi piel, mi pelo. El brazo derecho olía a carne azada, aroma que se combinaba con el hedor del pelo quemado y de la sangre de mis compañeros.
Entonces, mi cuerpo pega contra una de las paredes de vieja madera. Caigo al piso. La casucha se mueve. Se mece como en un fuerte temblor. Ráfagas de disparos me hacen entrar en la realidad. No soñaba. No dormía. Era la cruda verdad. Estaba en la guerra, y nos habían atacado.
Una bomba que luego se supo era compuesta de un explosivo conocido como C-4 y de uso militar, estaba oculto en una maleta de equipo fotográfico, justo a los pies de todos nosotros, en medio de la conferencia que daba Pastora.
Abro los ojos. Más disparos de sub ametralladora AK 47 de fabricación rusa. El arma de uso frecuente de las guerrillas.
Grito: - ¡No disparen, No disparen! En la oscuridad, temía que los guerrilleros dispararan contra nosotros mismos, contra los periodistas. La confusión era demasiada. Cualquier cosa podría ocurrir. Mis gritos de no disparen quedarían grabados en el audio del equipo de filmación del camarógrafo de Notiseis que murió minutos después en el lugar.
Siento que una fuerza me hala hacia un agujero en el centro de la habitación, donde antes existía una media pared. Me sostengo con mis manos quemadas, con las tablas que conformaban el piso. Estaba resbaloso por la sangre… no me sostenía. La casa estaba aún en movimiento. No entendía si, además del ataque, estaba temblando, como ingrata casualidad. Centímetros antes de caer por el hoyo, la fuerza se detiene. La succión de la bomba hacia el primer piso y la tierra había terminado.
Me levanté
A como pude me incorporé nuevamente. Mi ropa destruida y achicharrada. Mi libreta, mi lapicero, mis artículos personales de la bolsa de la camisa, habían salido disparados en todas direcciones, posiblemente junto conmigo.
Intentaba ver a mi alrededor en mitad de la oscuridad de la noche, iluminada solo con el único y pequeño bombillo amarillento que sobrevivió a la explosión de la bomba. El cuadro era dantesco. Sangre. Gritos. Olor a pólvora y a cuerpos quemados. Muchos pedían auxilio. Otros solo gritaban de dolor.
Algunos pocos pudimos ponernos en pie. Al caminar me tropezaba con los cuerpos de mis colegas y con sacos de alimentos que tenían los guerrilleros y ahora estaban rotos y diseminados por toda la habitación. Armas y municiones a todo mi alrededor.
Unos hombres armados entran precipitadamente buscando y localizando a Pastora, tirado junto a unos sacos de arroz. Se lo llevaron. Adentro quedamos los demás.
Empiezo a buscar heridos. Mi formación de nueve años en Cruz Roja me fuerza a ayudar, más que a buscar información. A mi paso entre escombros tropiezo con objetos y personas. Uno de ellos me toma del pie.
- ¡Ayudáme, ayudáme!
- ¿Quién es? Pregunto.
- Soy yo,… el camarógrafo del 6.
Irreconocible, no solo por la oscuridad, sino también por las heridas y quemaduras que tenia. De inmediato intento hacerle un torniquete en su pierna amputada. Se suelta. Se revienta varias veces. Rezo con él. Me da un mensaje para su madre por si no llegaba. Murió.
Sigo caminando. Me encuentro con el asistente del 6, me pregunta cómo lo veo. Respuesta de consolación. Unos pasos más adelante, el periodista de ese mismo canal:
- Ibarra ayúdeme.
Apenas y se le entendía. Un cristal atravesaba su garganta. No podía respirar. No podía hablar bien. Rezamos juntos un Padre Nuestro. Le ofrecí las dos opciones que quedaban en ese momento: sacarle el lente que no le dejaba respirar, lo que podría provocarle una hemorragia si tenía otras partes afectadas, o, dos: dejarlo así, si es que podía aguantar, si algo de aire llegaba a sus pulmones, y si podía soportar la angustia de la sensación de asfixia. La respuesta fue la segunda.
Subo y bajo las escaleras de la covacha, una y otra vez, en busca de improvisados torniquetes, madera para inmovilizar o vendas. En la última bajada no puedo caminar.
Me siento mal
Tras bajar en una segunda o tercera oportunidad (no recuerdo cuantas veces lo hice) me había arrodillado junto a un herido. Cuando intenté levantarme, mi pierna izquierda no respondió.
Caigo en cuenta. Me pregunto: - ¿Y yo… cómo estaré?, habían pasado ya unos 15 minutos. Y yo no me había revisado a mí mismo. Procedí a tocarme brazos, cara, piernas y pecho. La primera rápida revisión da cuenta de lo que había pasado y de la primera advertencia del periodismo del suceso: Yo no era invencible. Sí, a mi también… me había tocado.
Sentía un profundo dolor en mi rodilla derecha. Mis manos y mis brazos estaban visiblemente quemados. Eran quemaduras de primero, segundo y tercer grado en una considerable extensión del cuerpo. Sabía que estaba en peligro, por la extensión más que por la profundidad de las lesiones.
La rodilla enorme y visiblemente inflamada ya no me dejaría caminar más en meses. Las quemaduras eran el peligro más latente de infección general. Otros golpes y escoriaciones eran menos riesgosos.
Me quedé sentado hasta que aparecieron unos guerrilleros que nos invitaron a abordar una panga, la primera que llegaba para evacuar lesionados. En sus hombros nos metieron a cinco, no sabríamos hasta días después, que uno de los acompañantes de viaje, a quien yo cuidaría por sus supuestas lesiones, era el autor del atentado.
Rio arriba
Empezó la travesía. Rio arriba nos tocaba esta vez. El San Juan, con un poco común cauce de nivel bajo, nos retenía con cúmulos de arena y piedras. Encallábamos una y otra vez. La noche nos consumía cada vez más. La mente jugaba con nosotros. La noche era más negra a cada minuto. La desesperación por llegar al lado tico, temiendo un ataque, se combinaba con la incertidumbre del escenario trágico que dejábamos atrás. La impotencia de saber que allá quedaban nuestros colegas y amigos, que unos metros más abajo agonizaban y se desangraban.
En otros puestos a la orilla del río, se asomaban a ver qué pasaba. Habían escuchado a kilómetros el estruendo de la bomba al estallar:
-¡Vayan a ayudar… estalló una bomba, hay muchos heridos! Les exclamé.
El viaje, que normalmente se hacía en un par de horas, duró tres para llegar a Boca del Río San Carlos, donde ya aguardaban para el traslado.
El transbordo
En pick ups y camiones que hacían de ambulancias improvisadas nos trasladaron al Hospital de San Carlos, junto a mi, viajaba el falso periodista danés Peer Anker Jansen. En el camino, ya de por sí largo en tiempo y kilómetros, un puente había caído por las lluvias de los últimos días. El que nos permitió entrar, paradójicamente, no nos dejaba salir.
Por fin una ambulancia de la Cruz Roja de San Carlos nos recibe. Quedamos dos en una sola unidad. Anker y yo.
En el camino se abren las puertas. Personal médico y de enfermería en una unidad de avanzada nos sale al paso. Nos revisa. Con ellos un fotógrafo de prensa capta la primera gráfica de la tragedia. Continuamos el camino y llegamos al hospital. Era para entonces pasada la medianoche. Habían transcurrido cinco horas desde el atentado.
En el Hospital
Un baño inevitable con agua fría por las quemaduras. Raspan las heridas con un cepillo. Más agua y más jabón para limpiar el barro de La Penca y los restos de sangre de los demás en mis manos, mi cara y mis piernas.
Me despojan de las ropas. Todas son lanzadas en bolsas plásticas de basura. Todas, menos una: Mi pantalón, que guardé como recuerdo.
Siguieron inyecciones y sueros. Pastillas tomadas y por tomar. Y no podría faltar el desfile de médicos y enfermeras que pasaban ante mis ojos. Minutos después, estaba en una sala que se instaló para la ocasión como Sala de Observación.
Cuando pensaba que habían terminado conmigo, inició la visita de los oficiales de todas las policías del país:
En la misma cama de hospital me preguntaban: ¿qué sabía, qué había pasado, cómo estaba el resto de la gente, quienes habían sobrevivido, cómo sucedieron los hechos, de quien sospechaba? Eran las mismas preguntas. El mismo escenario. Pero policías diferentes. Desfilaron ante mí: agentes del Organismo de Investigación Judicial de San Carlos, de Alajuela y de San José. Agentes de la Dirección de Inteligencia y Seguridad Nacional. Oficiales de alto rango del Ministerio de Seguridad Pública. Miembros de la Guardia Civil, de la Guardia de Asistencia Rural y de Migración del Ministerio de Gobernación.
Al fin, un minuto de calma. Habían terminado los interrogatorios. Intentaba asimilar lo que había pasado. Eran ya poco más de las tres de la mañana. El ulular de las sirenas interrumpe mis pensamientos de nuevo. Desde adentro se escucha el bullicio de la gente que se había aglomerado en las afueras. Periodistas de todas partes estaban ya entre la muchedumbre. Ambulancias que llegaban a Emergencias. Puertas que se abrían y se cerraban. El desorden. El caos controlado por las autoridades médicas y la policía. Llegaban compañeros en muy mal estado. Alguien siempre llegaba a decirme, ingresó fulano o sutano, estaba así o asá.
En medio de todo, quien esperaba sentado en una silla de ruedas y me había acompañado en el trayecto desde La Penca, había desaparecido. Era la última vez en que se vería a Peer Anker Jansen.
Familiares y colegas
4 am. 31 de mayo. Empiezan a llegar familiares y amigos de todos los afectados. Continúa el interrogatorio con las mismas preguntas, las mismas respuestas, pero personas diferentes.
Una persona que llegó a preguntarme por uno de los heridos de muerte me insistió para saber sobre el paradero de su familiar. Por las preguntas, el parecido físico y el sentimiento, me dio la impresión de ser el padre del herido.
Al día siguiente me habría enterado que el fallecido (cuyo nombre me reservo por respeto a él) no tenía papá pues había fallecido, que no tenía familiares en San Carlos y que en ese momento aún no se había avisado a sus familiares. Lo último que recuerdo del señor, un hombre moreno, fornido y visiblemente angustiado pero extrañamente sereno a la vez, fue que iría a buscarlo a La Penca. No supe más de él.
Me dormí
Otra vez: En la misma cama de hospital, tras unas declaraciones a la prensa nacional e internacional, había caído víctima del cansancio, de la presión psicológica y supongo que de los medicamentos.
Aún con los ojos cerrados, agotados de tanta bulla a la que ya no le ponía ninguna atención, escuché como se habrían las cortinas blancas que colgaban de argollas metálicas y que dividían a los pacientes. Entendí que un grupo avanzaba hacia mí. Pero no quise abrir los ojos, ya no quería más, era suficiente. Quería dormir. Quería descansar. Pero algo me hizo abrir los ojos: Escuché una sola frase que me hizo saltar con desesperación:
- ¡Ay mirá!… está dormido.-- Entre susurros.
Mi papá. Había hecho una larga travesía. En una avioneta pagada por Canal 7 había aterrizado en una finca que sirvió de campo de aterrizaje. Luego de algunas horas entre trillos más que caminos, llegó hasta el Hospital.
Venía de Cartago, donde había dejado atrás a una madre que aún no sabía lo ocurrido y no le permitían ver televisión o escuchar radio y no sabía porqué. A un hermano que hacía hasta lo imposible por tener más noticias por medio de la Cruz Roja de Cartago, y que controlaba, hasta donde podía, el timbrar del teléfono de la casa.
No recuerdo ya la hora. Había perdido la noción del tiempo. Pero la presencia de mi padre fue la mejor medicina. A partir de ahí, entregué mis fuerzas a mi papá, quien se encargó de llevarme hasta mi natal Cartago.
36 horas después…
1º. De junio. 36 horas después del atentado: Todos los noticieros y periódicos del país y más allá de las fronteras daban cuenta de lo que se conocería a como el Atentando de La Penca. Saldo final: 4 personas muertas. 22 heridos, tres de ellos de gravedad.
Las investigaciones indicaban lo que hoy ya sabemos: un falso periodista Danés había puesto una bomba en una valija metálica, que normalmente se usa para transportar equipo fotográfico profesional. Un grupo había orquestado el intento de asesinato de Edén Pastora, utilizando para ello a los periodistas. Pastora sobreviviría. La libertad de prensa ¡había sido asesinada!
La actualidad
Hoy, 25 años después, el Ministerio Público, jefatura al fin del OIJ, la llamada policía represiva del delito, solo ha identificado a quien se conocía con el nombre de Peer Anker Jansen, como un terrorista argentino de nombre Vital Gaguini.
Gaguini habría muerto en una acción militar en un cuartel gaucho llamado La Tablada. Algunos dicen que está vivo aún. Se desconoce si el complot de asesinato que involucró vilmente a la prensa nacional tiene más agentes en filas costarricenses y nicaragüenses. Un equipo de investigadores independiente y uno de los periodistas suecos que resultó herido, involucran al Frente Sandinista de Liberación Nacional FSLN, como coautor del atentado, y de estas filas a varios ex ministros del gobierno de Daniel Ortega.
El caso judicial hoy se encuentra en punto muerto. Mientras el Ministerio Público no da por cerrado el caso por egoísmo ceguera jurídica y el temor a la derrota, las víctimas intentan lograr la intervención de la Corte Interamericana de Justicia, para que se declare este, como crimen de lesa humanidad, no caduque nunca y se indemnice a los familiares de las víctimas de los fallecidos y a los sobrevivientes, ante la incapacidad judicial de Costa Rica.
El día después, había empezado el 31 de mayo, pero sus horas aún hoy, no terminan, y por lo visto… no terminarán….
Impresionante relato Jose Rodolfo. Qué momentos más dramáticos y que triste saber que se perdieron vidas humanas en un grave atropello contra la prensa.
ResponderEliminarDon Rodolfo, su relato me puso la piel de gallina. Tengo un nudo en la garganta. Hasta pude sentir el olor herroso de la sangre y el frio de la noche.
ResponderEliminarYo, en aquel entonces contaba con unos 8 años y pues no podía entender la dimensión del desastre, pero hoy, con este relato, desde el punto de vista de alguien que estuvo ahí, puedo darme cuenta lo grave que fue.
Solo espero que el tiempo haya podido sanar las heridas, aquellas que no estan en la piel.
Saludos
Gracias a jaguar y Heidy por los comentarios. Atropello intencional contra la prensa que deja heridas mas alla del cuerpo, como dice Heidy.
ResponderEliminarIncreíble relato... no sabes lo que me hizo pasar dentro de mi cabeza... que momento más horrible debió ser.
ResponderEliminarincreible! desde hace tiempo estaba buscando informacion sobre la penca despues de una conversacion con un amigo de san carlos; y por fin la pude encontrar; admiro el valor por compartir algo como esto.
ResponderEliminar@dolordemuelas y @adrianFLY que bueno que se logró el objetivo de concientizar y refrescar memorias. Gracias a uds por los comentarios.
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